ESCRILIA.
¡Oh!, musa de la escritura, suave Escrilia, te invoco con toda la fuerza de mi fe en tu arte, para que ayudes a sanar mi corazón roto. Que tu divina inspiración me libere de los tormentos que aquejan mi alma, injustamente mancillada. Yo, humilde servidor de tus artes, te llamo, como quien llama la misericordia ante su verdugo, con el fuego de mi llanto, para que atiendas mi petición: que lo que escribiré a continuación sea la última vez que lo sienta, que salga esta emoción de mi roto corazón mediante ti, querida musa.
CÁNDIDA.
Ella dijo que se sintió cándida, cándida al tomar un café con el aparecido. Nada se repite más en mi mente que esa frase y esa foto del café. Maldito café. Matarme a puñaladas hubiese sido más misericordioso. ¿Exagero?, lo dudo; un café no tan sólo se acompaña de un panecillo, sino que también de entrecruces de miradas, entrecruces de risas, entrecruces de dedos. ¿Se habrá imaginado, en algún momento, que cada sorbo de ese maldito café rompía mi corazón?, cada sorbo de ese café fue un disparo a cada uno de los nuestros, cada palabra, cada conversación, cada toque de almas, moría sorbo tras sorbo.
¿Acaso el tiempo sanará mi corazón roto?